Vacunas
Finalmente sobreviví 3 rondas de vacunas - 2 paquetes de distintos virus cada mes, durante 3 meses. Fue mucho más extenuante de lo que pensé que iba a ser. Mi nueva ginecóloga me lo recomendó, y confié ciegamente en una extraña con diploma y calificaciones institucionalizados. No digo que me arrepiento, sólo digo que fue una decisión que tomé bastante a la ligera.
Una de las razones que más peso tuvo para que yo aceptara recibir una cantidad estratosférica de inyecciones fue que me pareció adecuado para mi integración a este país el contar con una cartilla de vacunación alemana. Mi plena ignorancia en este tema me llevó a pensar que se iba a ver mucho mejor una cartilla nativa que una extranjera, sobre todo si pienso morir aquí eventualmente. Estrené mi librito amarillo con una vacuna contra la influenza y con una tetravalente.
El problema no fue tanto mi latente fobia pseudo-superada a las inyecciones - porque la aguja es tan pequeña que literalmente no sentí cuando rompió la piel de mi brazo - sino la expulsión violenta del líquido que transportaba la aguja, para nada bien recibida por mi piel (¿o músculo?), que abrasó todo lo que entró en contacto con mi ser. Fingí ser toda una adulta experimentada al momento de intentar absorber ese líquido viruliento, pero por dentro era esa niña que sólo quería estar en un lugar alejado de agujas y del dolor. De cualquier manera no lloré ninguna de las dos veces, y ya con eso salí triunfante del consultorio.
Justo donde la aguja fue sumergida se hizo una especie de chipote pequeñito que me dolió al mínimo contacto durante días. El chipote de la influenza me atormentó durante 2 semanas. La asistente médica fue cuidadosa con el tatuaje de mi brazo derecho, pues la inyección fue puesta en un lugar donde no había tinta. Los días siguientes tuve síntomas leves de gripe, lo cual me ayudó a tener la justificación necesaria para trabajar desde casa, tema especialmente sensible justo a los inicios del ahora inolvidable coronavirus. Ya empezado el baile no me podía echar atrás, y me faltaban todavía dos sesiones más.
La segunda tanda de vacunas fue todo un pedo porque sucedió justo en el punto máximo de la paranoia del coronavirus. Fernando me acompañó al consultorio pero ni si quiera lo dejaron entrar. En la puerta me recibió uno de esos aparatos diseñados para escuchar el ruido que hace el oído cuando quiere chismear la temperatura de alguien. La asistente le creyó al número que dijo el aparatito y me dejó entrar, no sin antes indicarme que me quitara los zapatos, que me lavara las manos, y que me pusiera el cubrebocas. Mis brazos recibieron de nuevo una tanda de virus cada uno, pero esta vez dolió menos porque fueron aplicadas por otra asistente, una que modulaba de una hermosa manera la expulsión del líquido. De cualquier manera perduraron los chipotes con sus respectivas incomodidades. Pero esta segunda vez los virus se pusieron más cabrones.
Podría ir a revisar en la cartilla justamente cuáles fueron esas vacunas, pero me da mucha flojera hacerlo. Me quedaré con la duda temporal de saber cuál fue la combinación diabólica que me hizo sentir tan de la verga al día siguiente. Era una combinación de sensación de fiebre, dolor en articulaciones, malestar general. Pero lo que más me perturbó fue esa dificultad tan peculiar para concentrarme. Ese día no pude casi trabajar, a pesar de que lo intenté. Para lograr aterrizar una idea en palabras tenía que invertir lo doble de energía, lo cual me parecía cero económico. Sólo quería estar acostada y leer, pero ni si quiera podía leer. Qué horror que esto le pase a bebés, que bienvenida al mundo tan brusca, cruel, y acercada a lo que les espera.
Para la tercer tanda ya me sentía toda una experta en sentirme de la chingada por una situación autoinfligida, tanto que ya sabía que iba a tener que pedir el día por enfermedad, y eso me motivaba un poco más. La asistente que me puso el par de inyecciones es la que hablaba español, pero me la dejó ir con todo y todo al momento de suministrar la enfermedad disfrazada de inmunidad. Me dolió cabrón la quemada, pero tampoco lloré. Estaba en estado victorioso por haber terminado el drama completo cuando me da la buenísima buenísima noticia de que el resultado de mi papanicolau mostraba mi carencia de virus del papiloma humano, lo cual quería decir que mi seguro médico cubriría todos los gastos - unos 600 euros - al momento de ponerme la vacuna contra 9 tipos de VPH, un tratamiento que se tenía que poner en 3 sesiones en un período de 6 meses. Sí, qué padre, felicidades, tu seguro es el único que cubre esta vacuna a tu edad, aquí tienes tu receta, cuando la compres compra dos de una vez porque es bien fácil que se agoten, aquí te las ponemos sin ningún problema, contacta a tu seguro para el reembolso, te esperamos pronto.
Titubeo bastante. No sé si quiero volver a pasar por algo similar o no. De verdad se siente de la chingada ser el campo de batalla entre tu sistema inmunológico y las amenazas constantes de la vida. Aún no me recupero del todo, mi cuerpo no tomó nada bien esto y he estado más sensible en general, mi lumbalgia volvió, mis rodillas me duelen mucho más al correr, y en general me siento intranquila. Sólo me queda pedirle el consejo a mi ginecólogo de Guadalajara, a ver qué me recomienda él. No sé si escuchar a la Elba que me dice que debo de aprovechar esta protección extra gratuita para defenderme de virus que pueden provocar cáncer, o a la Elba que me dice que tengo que aprender a leer las señales que mi cuerpo me manda cuando algo definitivamente no está bien. Por lo pronto sólo quiero descansar de inyecciones de dolencias que me defenderán de lo invisible, y pensar que no tendré que pasar por todo esto durante al menos diez años, que es lo que me dijeron que duran estos refuerzos de vacunas.
Qué raro que este escudo protector haya sido producido en un ambiente tan tecnológico como lo es un laboratorio, y al mismo tiempo me haya provocado una experiencia tan salvaje.