La pez que vive en mi pecho
Una pez vive en mi pecho. Su lugar favorito es la aurícula derecha de mi corazón, porque siente que el espacio y el movimiento le permite bailar todo el break dance que ella quiera. También le gusta encontrarse de vez en cuando con Satu, quien se aparece cada vez que veo sus videos. El lugar que menos le gusta es arriba del corazón, le caga acordarse que nunca ha podido cruzar por debajo del arco aórtico a pesar de haberlo intentado miles de veces. Para ella se siente como un fracaso que no la deja descansar.
La pez que vive en mi pecho salta cuando quiere. Yo la siento cuando camino, cuando estoy acostada, cuando leo, cuando escribo o cuando estoy hablando. Nunca se manifiesta cuando estoy corriendo, comiendo o cogiendo. Su ajetreo me obliga a toser. No sé si esa tos le molesta o le gusta. Casi siempre deja de saltar cuando dejo de toser. Y no es que tosa a propósito, sino que es como un reflejo. Yo creo que a ella le gusta sentir que tiene el poder de obligarme a hacer algo sin que yo pueda poner resistencia. Puede que lo haga para jugar, o puede que lo haga para demostrarnos que ella es quien domina en el territorio de mi pecho. Yo no tengo ningún problema con eso, estoy acostumbrada a pensar que yo no mando en casi ningún lugar de mi cuerpo. Creo que sólo controlo mis manos y mi lengua.
La pez que vive en mi pecho pasa días en tranquilidad, nadando entre café, sangre liviana, angustias de millennial, dióxido de carbono y pétalos de peonias echadas a perder. Se alimenta única y exclusivamente de peras y chocolate que encuentra en sus paseos nocturnos. Por la noche se divierte rodeando el esófago de arriba para abajo –cuando encuentra las peras –, y de abajo para arriba –cuando encuentra chocolate–. Únicamente puede pasearse por esta área cuando yo no tengo hambre, y eso sólo sucede cuando estoy inconsciente.
La pez que vive en mi pecho disfruta de una vida simple. Se deleita en su soledad, se acelera cuando yo me acelero, y disfruta mis taquicardias como si fueran las corrientes más divertidas, pero no lo son. Las más divertidas del mundo son cuando me dan ataques de ansiedad: ahí sí es cuando puede dejarse llevar por los movimientos más bruscos, inesperados y vigorosos, terminando muchas veces en lugares que normalmente no frecuenta, para después sentir una nostalgia de regresar. A pesar de que no ha tenido un paseo así desde hace muchos meses, la pez no extraña esos recorridos, porque el regreso al pecho siempre es agotador. No sólo tiene que encontrar el camino correcto, sino que también tiene que esquivar cientos de espectros que la atacan en búsqueda de sus lágrimas. Los espectros de mi cuerpo han desarrollado un sistema económico donde las lágrimas de la pez son su moneda de intercambio. Ella aprendió rápido a esquivarlos, pero ellos son muchos. Ella ya se sabe defender, pero cada vez se cansa más rápido. No extraña salir del pecho, es el único lugar donde los espectros no pueden estar. El sonido de los latidos del corazón los aturde.
La pez que vive en mi pecho duerme profundamente cada vez que Fernando y yo platicamos sobre el futuro. Ella cree que es porque la voz de él la arrulla, pero yo creo que es porque el exceso de dopamina la relaja a niveles que ella no puede controlar. Mi pecho se vuelve un lugar tranquilo e ideal para que la pez logre descansar. Una vez que Fernando se aleja de nosotras ella se despierta y sigue con su día normal, y yo vuelvo a mi mente usualmente atormentada. Cuando dejo de controlar las corrientes de mi estado consciente la pez salta, yo me reajusto, y las dos nos hacemos compañía en este vaivén de sosiego y agitación que terminará con nosotras.